martes, 26 de abril de 2016

La boda de Anita de la Guerra en 1836


Anita de la Guerra de Thompson 1872

BODA DE ANITA DE LA GUERRA Y ALFRED ROBINSON


Narración completa de la boda de Anita de la Guerra y Alfred Robinson, contada en el libro de Richard Henry Dana, Dos años al pie del mástil, publicado en 1840 con gran éxito y repercusión duradera.

Portada del libro


   “Sábado, 10 de enero 1836.

   Llegamos a Santa Bárbara, y al miércoles siguiente largamos cable y salimos a mar abierta a causa de un sudeste. Al día siguiente regresamos a nuestro fondeadero. Éramos el único barco en el puerto (Alert)…

   Se estaban haciendo grandes preparativos en tierra para la boda de nuestro agente, que iba a casarse con doña Anita de la Guerra de Noriega y Carrillo, la hija más pequeña de don José de la Guerra, el grande de la plaza, y cabeza de la primera familia de California. Nuestro mayordomo estuvo en tierra tres días preparando confites y pasteles, y con él se enviaron algunas de nuestras mejores provisiones. El día señalado para la boda llevamos al capitán a tierra en la canoa, con orden de volver a recogerlo por la noche, y permiso para subir a la casa a presenciar el fandango

   Al regresar a bordo nos encontramos con que estaban haciendo preparativos para una salva. Habían cargado y sacado nuestros cañones, se habían asignado hombres a cada uno, se les habían repartido cartuchos, habían encendido mechas y estaban a punto de izar todas las banderas. Ocupé mi puesto a estribor detrás de un cañón, y esperamos a la señal de tierra. A las diez el novio subió al confesionario con su hermana, vestida completamente de negro. Había transcurrido casi una hora, cuando se abrieron las grandes puertas de la misión, y las campanas iniciaron un repique discordante; el capitán, en tierra, izo la señal convenida para nosotros. 

   La novia, vestida toda de blanco, salió de la iglesia con el novio, seguida de una larga comitiva. Justo al salir ella de la iglesia surgió una nubecilla blanca de la proa de nuestro barco, que totalmente visible. El estampido se multiplicó en las colinas que rodean la bahía, e instantáneamente el barco se cubrió de banderas y gallardetes de proa a popa. Siguieron veintitrés cañonazos en sucesión regular, a intervalos de quince segundos, en que surgía la nubecilla; y el barco permaneció empavesado todo el día. A la puesta de sol se disparó otra salva con el mismo número de cañonazos y se arriaron las banderas. Nos salió muy bien –el cañonazo cada quince segundos- para ser un mercante con sólo cuatro cañones, con doce a veinte hombres.

   Después de cenar fue llamada la canoa, así que bogamos a tierra vestidos de uniforme, varamos el bote y subimos a ver el fandango.

   La casa del padre de la novia era la más importante del lugar, con un gran patio delantero en el que habían levantado una tienda con capacidad para varios centenares de personas. Al acercarnos oímos los acostumbrados sones de violines y guitarras, y vimos gran movimiento de gente dentro. Al entrar encontramos casi todos los vecinos del pueblo –hombres, mujeres y niños- reunidos y apretujados de manera que apenas dejaban sitio a los bailarines; porque en esas ocasiones no se daban invitaciones, sino que se esperaba que asistiera todo el mundo, aunque siempre hay diversiones privadas dentro de la casa para los amigos personales. 

   Las viejas estaban sentadas en fila, batiendo palmas al son de la música y aplaudiendo a los jóvenes. La música era animada, y entre las piezas que tocaron reconocimos algunos de nuestros aires populares, que sin duda habíamos tomado de los españoles. El baile me decepcionó bastante. Las mujeres estaban erguidas, con las manos hacia abajo y pegadas a los costados, los ojos fijos en el suelo ante ellas, y se desplazaban casi sin un movimiento perceptible, ya que no se les veían los pies por el volante del vestido, que formaba a su alrededor un círculo completo que llegaba hasta el suelo. 

   Estaban serias como si ejecutasen alguna ceremonia religiosa, con la cara tan inmóvil como sus brazos, y en resumen, en vez de los vivos y fascinantes bailes españoles que yo había esperado, me encontré con que este fandango californiano era una sosería, en lo que se refería a las mujeres al menos. El papel de los hombres era más animado: bailaban con gracia y energía, moviéndose en círculo alrededor de sus inmóviles parejas, y exhibiendo sus figuras con gran lucimiento.

   Se habló bastante de nuestro amigo don Juan Bandini y, cuando apareció, que fue hacia el final de la velada, nos ofreció el baile más gracioso que he presenciado. Iba vestido, con unos pantalones blancos, muy bien cortados, chaqueta corta de seda oscura, con adornos alegres, calcetines blancos y zapatillas de fino tafilete en sus pies pequeñísimos. Su figura graciosa y delgada iba muy bien para el baile, y se movía con la exquisitez y elegancia de un cervatillo. Un toque ocasional de la punta del pie en el suelo parecía que era cuanto necesitaba para un largo intervalo de movimiento en el aire. Al mismo tiempo, no era rebuscado o florido, sino que más bien parecía reprimir una fuerte propensión a moverse. Fue calurosamente aplaudido, y bailó muchas veces hasta el final de la noche. 

   Después de la cena empezó el vals reservado a muy poca gente de razón y considerado de un gran refinamiento, y distintivo de la aristocracia. Aquí también, don Juan se lució bastante bailando con la hermana de la novia (doña Angustias, mujer guapa y querida por todos), en una variedad de bellas figuras, aunque para mí ofensivas, que duraron lo menos media hora, sin que nadie más interviniera. Ambos bailarines fueron repetida y calurosamente aplaudidos, los hombres y mujeres de edad saltaban de sus asientos de admiración, y los jóvenes agitaban sus sombreros y pañuelos. A decir verdad, me pareció que el vals había encontrado su lugar apropiado entre la gente del carácter de estos mexicanos. 

   La gran diversión de la noche –que supongo que se debió a que era carnaval- fue romper huevos, rellenos de colonia y otras esencias, en la cabeza de los presentes. Se hace al huevo un agujero en un extremo, se le extrae el contenido, luego se rellena con un poco de colonia, y se sella. Las mujeres llevan consigo bastantes escondidos, y la diversión consiste en romper uno en la cabeza de un caballero cuando está de espaldas. Entonces por galantería, el caballero está obligado a descubrir a la dama y devolverle el cumplido; aunque no debe hacerlo si la dama le ve.

   Un señor de ademán solemne, inmensas patillas grises y aspecto de gran importancia, estaba de espaldas a mí, cuando noté que una mano ligera se posaba sobre mi hombro; y al volverme vi a doña Angustias (a la que todos conocíamos, ya que había ido a Monterrey y había vuelto en el Alert) con el dedo en los labios, me apartó a un lado sigilosamente; retrocedí un poco, se acercó ella al señor por detrás, y con una mano le quitó el norme sombrero, y a la vez, con la otra, le rompió el huevo en la cabeza; y saltando detrás de mi, desapareció en un segundo. El señor se volvió lentamente, con la colonia corriéndole por la cara y mojándole la ropa al tiempo que de todas partes prorrumpían sonoras carcajadas. Miró a su alrededor en vano durante unos momentos, hasta que la dirección de numerosos ojos rientes le indicó a la bella ofensora; era su sobrina, y gran favorita suya, así que el viejo don Domingo tuvo que unirse a las risas. 

   Hubo gran cantidad de jugarretas, y se llevaron a cabo multitud de agudas maniobras entre las parejas más jóvenes, y cada hazaña lograda era celebrada con una risa general.

   Otra costumbre singular me tuvo perplejo durante un rato: estaba bailando una joven bonita, llamada –lo que nos pareció una costumbre sacrílega del país- Espíritu Santo, cuando se le acercó por detrás un joven y le puso su sombrero de forma que le cubrió los ojos, saltó atrás y se mezcló con la multitud. La chica siguió bailando un rato con el sombrero puesto, hasta que lo arrojó, lo que arrancó un grito general; y el joven se vio obligado a salir a la pista a recogerlo. Algunas damas a las que les pusieron un sombrero en la cabeza lo arrojaron enseguida, otras continuaron con él durante todo el baile y se lo quitaron al final, aunque siguieron teniéndolo en sus manos, hasta que los dueños dieron un paso, y con una inclinación de cabeza lo tomaron de ellas. 

   Casi enseguida caí en la cuenta del significado de esto, y más tarde me dijeron que era un cumplido, y un ofrecimiento de convertirse en galán de la dama durante el resto de la noche, y acompañarla hasta su casa. Si ésta arrojaba el sombrero al suelo quería decir que rechazaba el ofrecimiento, y el caballero se veía obligado a recogerlo entre la risa general. Algunos caballeros proporcionaron mucha diversión poniéndoles el sombrero a las damas y evitando que vieran quien había sido; esto las obligaba a arrojarlo al suelo, o a arriesgarse a conservarlo; y cuando descubrían al dueño, solían ser ellas las que provocaban hilaridad.

   Hacia las diez nos mandó llamar el capitán, y regresamos contentos a bordo, ya que esta celebración nos había hecho disfrutar, y nos daba importancia ante el resto de la tripulación, porque teníamos muchas cosas que contar, aparte de la perspectiva; de acudir todas las noches hasta que terminara; porque estos fandangos suelen durar tres días por lo general. Al día siguiente, nos enviaron a dos al pueblo, con el encargo de volver por casa del capitán De la Guerra, y y echar una mirada al entoldado. Aún estaban allí los músicos, en la plataforma, tocando y rasgueando, y unos cuantos, de las clases inferiores al parecer, bailando. 

   El baile dura, con pausas intermedias, todo el día; pero la multitud, la alegría y la sociedad escogida llegan por la noche. La noche siguiente, la última, estuvimos igualmente en tierra, hasta que casi nos cansamos del tañer monótono de los instrumentos, los cantos arrastrados de las mujeres con los que acompañaban y las palmas acompasadas con la música en vez de castañuelas. Nos encontramos con que éramos objeto de mayor atención que nadie de cuantos había allí. Nuestros uniformes marineros –nos tomamos todo el trabajo para ir limpios y aseados- fueron muy admirados, y nos invitaron desde todos los rincones a exhibir un baile marinero americano; pero después del ridículo que habían hecho algunos de nuestros compañeros intentando bailar como los españoles consideramos que era mejor dejarlo a su imaginación.

   Nuestro agente, con un chaqué ajustado recién importado de Boston y corbata almidonada, iba hecho un brazo de mar, y con lo único libre que tenía, las manos y los pies, salió a la pista después de Baldini. Y pensamos que ya habían soportado suficiente gracia yanqui.

   La última noche la celebraron con gran distinción. Y estábamos empezando a pasarlo bien.

   
  Cuando el capitán nos llamó para regresar bordo. Porque, como empezábamos la estación de los sudestes, tenía miedo de demorarse tiempo en tierra; y estuvo acertado, ya que esa misma noche largamos cable; como remate a nuestra diversión en tierra, pusimos proa a un sudeste que duró doce horas, y volvimos a nuestro fondeadero al día siguiente”



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Gaspar de Oreña y María Antonia de la Guerra


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