Anita de la Guerra de Thompson 1872 |
BODA DE ANITA DE LA GUERRA Y ALFRED ROBINSON
Narración
completa de la boda de Anita de la Guerra y Alfred Robinson, contada en el
libro de Richard Henry Dana, Dos años al pie del mástil, publicado en 1840 con
gran éxito y repercusión duradera.
Portada del libro |
“Sábado, 10 de
enero 1836.
Llegamos a Santa
Bárbara, y al miércoles siguiente largamos cable y salimos a mar abierta a
causa de un sudeste. Al día siguiente regresamos a nuestro fondeadero. Éramos
el único barco en el puerto (Alert)…
Se estaban
haciendo grandes preparativos en tierra para la boda de nuestro agente, que iba
a casarse con doña Anita de la Guerra de Noriega y Carrillo, la hija más
pequeña de don José de la Guerra, el grande de la plaza, y cabeza de la primera
familia de California. Nuestro mayordomo estuvo en tierra tres días preparando
confites y pasteles, y con él se enviaron algunas de nuestras mejores
provisiones. El día señalado para la boda llevamos al capitán a tierra en la
canoa, con orden de volver a recogerlo por la noche, y permiso para subir a la
casa a presenciar el fandango.
Al regresar a bordo nos encontramos con que
estaban haciendo preparativos para una salva. Habían cargado y sacado nuestros
cañones, se habían asignado hombres a cada uno, se les habían repartido
cartuchos, habían encendido mechas y estaban a punto de izar todas las
banderas. Ocupé mi puesto a estribor detrás de un cañón, y esperamos a la señal
de tierra. A las diez el novio subió al confesionario con su hermana, vestida
completamente de negro. Había transcurrido casi una hora, cuando se abrieron
las grandes puertas de la misión, y las campanas iniciaron un repique
discordante; el capitán, en tierra, izo la señal convenida para nosotros.
La
novia, vestida toda de blanco, salió de la iglesia con el novio, seguida de una
larga comitiva. Justo al salir ella de la iglesia surgió una nubecilla blanca
de la proa de nuestro barco, que totalmente visible. El estampido se multiplicó
en las colinas que rodean la bahía, e instantáneamente el barco se cubrió de
banderas y gallardetes de proa a popa. Siguieron veintitrés cañonazos en
sucesión regular, a intervalos de quince segundos, en que surgía la nubecilla;
y el barco permaneció empavesado todo el día. A la puesta de sol se disparó
otra salva con el mismo número de cañonazos y se arriaron las banderas. Nos
salió muy bien –el cañonazo cada quince segundos- para ser un mercante con sólo
cuatro cañones, con doce a veinte hombres.
Después de cenar
fue llamada la canoa, así que bogamos a tierra vestidos de uniforme, varamos el
bote y subimos a ver el fandango.
La casa del
padre de la novia era la más importante del lugar, con un gran patio delantero
en el que habían levantado una tienda con capacidad para varios centenares de
personas. Al acercarnos oímos los acostumbrados sones de violines y guitarras,
y vimos gran movimiento de gente dentro. Al entrar encontramos casi todos los
vecinos del pueblo –hombres, mujeres y niños- reunidos y apretujados de manera
que apenas dejaban sitio a los bailarines; porque en esas ocasiones no se daban
invitaciones, sino que se esperaba que asistiera todo el mundo, aunque siempre
hay diversiones privadas dentro de la casa para los amigos personales.
Las
viejas estaban sentadas en fila, batiendo palmas al son de la música y
aplaudiendo a los jóvenes. La música era animada, y entre las piezas que
tocaron reconocimos algunos de nuestros aires populares, que sin duda habíamos
tomado de los españoles. El baile me decepcionó bastante. Las mujeres estaban
erguidas, con las manos hacia abajo y pegadas a los costados, los ojos fijos en
el suelo ante ellas, y se desplazaban casi sin un movimiento perceptible, ya
que no se les veían los pies por el volante del vestido, que formaba a su
alrededor un círculo completo que llegaba hasta el suelo.
Estaban serias como
si ejecutasen alguna ceremonia religiosa, con la cara tan inmóvil como sus
brazos, y en resumen, en vez de los vivos y fascinantes bailes españoles que yo
había esperado, me encontré con que este fandango
californiano era una sosería, en lo que se refería a las mujeres al menos.
El papel de los hombres era más animado: bailaban con gracia y energía,
moviéndose en círculo alrededor de sus inmóviles parejas, y exhibiendo sus
figuras con gran lucimiento.
Se habló
bastante de nuestro amigo don Juan
Bandini y, cuando apareció, que fue hacia el final de la velada, nos
ofreció el baile más gracioso que he presenciado. Iba vestido, con unos
pantalones blancos, muy bien cortados, chaqueta corta de seda oscura, con
adornos alegres, calcetines blancos y zapatillas de fino tafilete en sus pies
pequeñísimos. Su figura graciosa y delgada iba muy bien para el baile, y se
movía con la exquisitez y elegancia de un cervatillo. Un toque ocasional de la
punta del pie en el suelo parecía que era cuanto necesitaba para un largo
intervalo de movimiento en el aire. Al mismo tiempo, no era rebuscado o
florido, sino que más bien parecía reprimir una fuerte propensión a moverse.
Fue calurosamente aplaudido, y bailó muchas veces hasta el final de la noche.
Después de la cena empezó el vals
reservado a muy poca gente de razón y considerado de un gran refinamiento, y distintivo de la aristocracia. Aquí también, don Juan se lució bastante bailando con
la hermana de la novia (doña Angustias,
mujer guapa y querida por todos), en una variedad de bellas figuras, aunque
para mí ofensivas, que duraron lo menos media hora, sin que nadie más
interviniera. Ambos bailarines fueron repetida y calurosamente aplaudidos, los
hombres y mujeres de edad saltaban de sus asientos de admiración, y los jóvenes
agitaban sus sombreros y pañuelos. A decir verdad, me pareció que el vals había encontrado su lugar apropiado
entre la gente del carácter de estos mexicanos.
La gran diversión de la noche
–que supongo que se debió a que era carnaval- fue romper huevos, rellenos de
colonia y otras esencias, en la cabeza de los presentes. Se hace al huevo un
agujero en un extremo, se le extrae el contenido, luego se rellena con un poco
de colonia, y se sella. Las mujeres llevan consigo bastantes escondidos, y la
diversión consiste en romper uno en la cabeza de un caballero cuando está de
espaldas. Entonces por galantería, el caballero está obligado a descubrir a la
dama y devolverle el cumplido; aunque no debe hacerlo si la dama le ve.
Un señor de ademán solemne, inmensas
patillas grises y aspecto de gran importancia, estaba de espaldas a mí, cuando
noté que una mano ligera se posaba sobre mi hombro; y al volverme vi a doña Angustias (a la que todos
conocíamos, ya que había ido a Monterrey y había vuelto en el Alert) con el
dedo en los labios, me apartó a un lado sigilosamente; retrocedí un poco, se
acercó ella al señor por detrás, y con una mano le quitó el norme sombrero, y a
la vez, con la otra, le rompió el huevo en la cabeza; y saltando detrás de mi,
desapareció en un segundo. El señor se volvió lentamente, con la colonia
corriéndole por la cara y mojándole la ropa al tiempo que de todas partes prorrumpían
sonoras carcajadas. Miró a su alrededor en vano durante unos momentos, hasta
que la dirección de numerosos ojos rientes le indicó a la bella ofensora; era
su sobrina, y gran favorita suya, así que el viejo don Domingo tuvo que unirse a las risas.
Hubo gran cantidad de
jugarretas, y se llevaron a cabo multitud de agudas maniobras entre las parejas
más jóvenes, y cada hazaña lograda era celebrada con una risa general.
Otra costumbre singular me tuvo perplejo
durante un rato: estaba bailando una joven bonita, llamada –lo que nos pareció
una costumbre sacrílega del país- Espíritu
Santo, cuando se le acercó por detrás un joven y le puso su sombrero de
forma que le cubrió los ojos, saltó atrás y se mezcló con la multitud. La chica
siguió bailando un rato con el sombrero puesto, hasta que lo arrojó, lo que
arrancó un grito general; y el joven se vio obligado a salir a la pista a
recogerlo. Algunas damas a las que les pusieron un sombrero en la cabeza lo
arrojaron enseguida, otras continuaron con él durante todo el baile y se lo
quitaron al final, aunque siguieron teniéndolo en sus manos, hasta que los
dueños dieron un paso, y con una inclinación de cabeza lo tomaron de ellas.
Casi enseguida caí en la cuenta del significado de esto, y más tarde me dijeron
que era un cumplido, y un ofrecimiento de convertirse en galán de la dama
durante el resto de la noche, y acompañarla hasta su casa. Si ésta arrojaba el
sombrero al suelo quería decir que rechazaba el ofrecimiento, y el caballero se
veía obligado a recogerlo entre la risa general. Algunos caballeros
proporcionaron mucha diversión poniéndoles el sombrero a las damas y evitando
que vieran quien había sido; esto las obligaba a arrojarlo al suelo, o a
arriesgarse a conservarlo; y cuando descubrían al dueño, solían ser ellas las
que provocaban hilaridad.
Hacia las diez nos mandó llamar el capitán,
y regresamos contentos a bordo, ya que esta celebración nos había hecho
disfrutar, y nos daba importancia ante el resto de la tripulación, porque
teníamos muchas cosas que contar, aparte de la perspectiva; de acudir todas las
noches hasta que terminara; porque estos fandangos
suelen durar tres días por lo general. Al día siguiente, nos enviaron a dos al
pueblo, con el encargo de volver por casa del capitán De la Guerra, y y echar una mirada al entoldado. Aún
estaban allí los músicos, en la plataforma, tocando y rasgueando, y unos
cuantos, de las clases inferiores al parecer, bailando.
El baile dura, con
pausas intermedias, todo el día; pero la multitud, la alegría y la sociedad
escogida llegan por la noche. La noche siguiente, la última, estuvimos
igualmente en tierra, hasta que casi nos cansamos del tañer monótono de los
instrumentos, los cantos arrastrados de las mujeres con los que acompañaban y
las palmas acompasadas con la música en vez de castañuelas. Nos encontramos con
que éramos objeto de mayor atención que nadie de cuantos había allí. Nuestros uniformes
marineros –nos tomamos todo el trabajo para ir limpios y aseados- fueron muy
admirados, y nos invitaron desde todos los rincones a exhibir un baile marinero
americano; pero después del ridículo que habían hecho algunos de nuestros
compañeros intentando bailar como los españoles consideramos que era mejor
dejarlo a su imaginación.
Nuestro agente, con un chaqué ajustado recién
importado de Boston y corbata almidonada, iba hecho un brazo de mar, y con lo
único libre que tenía, las manos y los pies, salió a la pista después de
Baldini. Y pensamos que ya habían soportado suficiente gracia yanqui.
La última noche la celebraron con gran
distinción. Y estábamos empezando a pasarlo bien.
Cuando el capitán nos llamó para regresar
bordo. Porque, como empezábamos la estación de los sudestes, tenía miedo de
demorarse tiempo en tierra; y estuvo acertado, ya que esa misma noche largamos
cable; como remate a nuestra diversión en tierra, pusimos proa a un sudeste que
duró doce horas, y volvimos a nuestro fondeadero al día siguiente”
Otros familiares en este blog:
Gaspar de Oreña y María Antonia de la Guerra
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