Darío Gutiérrez |
"Bolos, bolas y boleras
Por Antonio Botín Polanco
(Diario Montañés 29.03.1950)
En la bolera de Puente San Miguel se ha celebrado un gran
concurso de bolos, en el que han tomado parte los mejores jugadores de las
provincias de Santander y Asturias, y durante el cual se ha tributado un
homenaje póstumo al que fue en vida el mejor animador que ha tenido el juego de
bolos: Don Darío Gutiérrez.
En los pueblos de la provincia de Santander ha sido la bolera
lo que fue el ágora en las ciudades griegas. Los domingos por la mañana
y al final de las largas tardes de verano –cuando llega “la fresca”- se reunían
en la bolera los señores, los labradores, los obreros y los niños del pueblo.
Jugaban a los bolos los más diestros, pero tomaban parte en las partidas –con
las bolas, con las palabras o con ambas cosas- todos los asistentes. Se
celebraba allí, con el mismo entusiasmo, una buena bola y una buena palabra.
Era así la bolera una escuela de educación, de convivencia, de dialéctica y de
oratoria, a la que asistían todas las clases sociales y todas las generaciones.
Y lo mismo que Cicerón dijo que en la oratoria política y forense tiene gran
importancia el sabio empleo de interjecciones en la oratoria de bolera.
Entre las boleras de la provincia de Santander, ninguna
tiene tanto abolengo como la de Puente San Miguel. Sus 25 metros de “tiro” y
sus diecinueve de “birle”, hicieron que nadie pudiese considerarse jugador de
bolos sin revalidar su título en la bolera del Puente. Estaba enclavada dentro
de un añoso robledal –que en el pueblo llamaban “La Robleda”-junto al Saja, y
en la tarde de verano se mezclaban el ruido de los bolos al caer, el de las
aguas del río y el de las hojas de los robles, movidas por el viento, con las
palabras de los oradores de la bolera. Sus grandes proporciones y los altos
robles que la circundaban, hicieron del corro de bolos de la Robleda, el ágora
ateniense, el foro romano, el San Pedro de Roma de las boleras.
Cuando yo conocí a Darío –me permito llamarle como le llamo
siempre en vida, porque si le llamaba don Darío adivinaría el grato recuerdo de
nuestra amistad –los años ya no te dejaban llegar la bola desde los “tiros”
largos, y por eso sólo jugaba a los bolos cuando estábamos muy en confianza.
Había sido un gran jugador de bolos y le fallaba el brazo en la misma medida
que le sobraban experiencia del juego y entusiasmo por las buenas jugadas. Por
eso, los mejores jugadores le consultaban siempre y su opinión era unánimemente
respetada. Pero no era un maestro malhumorado, gruñón, ni vanidoso de su saber.
Lo que él sabía se ponía al alcance de todos en voz alta, jovialmente, con
alegría. Nadie supo jamás enseñar con más gracia, con más simpatía, con mayor jocunda.
Una misma interjección tenía en su boca, según la ocasión y el tono de la voz,
mil significaciones distintas. Darío era, sin discusión y con ello, el
Demóstenes, el Cicerón, el sumo pontífice del corro de bolos de la Robleda,
Ágora, foro y catedral máximos de las boleras.
Cuando los niños dejaron de jugar al toro y comenzaron a
“emular” en el puente de Triana, Darío construyó una pequeña bolera para los
niños, junto a la gran bolera –The grealest in the Word -do la Robleda.
Cubierto con su pequeña boina y armado con su gran cachiporra –bastón de
peregrino de los bolos-, se dedicó a recorrer las boleras de la provincia.
Organizó unos cursos, concertó desafíos y planteó discusiones bajo el verde
patio de robles o de plátanos de todos los corros de bolos donde resonaban sus
comentarios agudos y joviales y su risa jocunda. Y así salvó Darío del olvido
nuestro deporte vernáculo, escuela de educación, de convivencia, de dialéctica
y de oratoria bolera y montañesa.
Hoy, después de muchos años, hemos vuelto a la Robleda de
los amigos de Darío, que ya no llegamos la bola desde los “tiros” largos, pero
llevamos aún en la memoria su recuerdo., Penurias municipales han talado sin
piedad la Robleda, y apenas quedan unos viejos troncos, que dan sombra a la
bolera. En la Presidencia, directivos de la Federación de Bolos, sin boina ni
cachiporra. Uno de ellos al entregar una placa de plata a los familiares de
Darío pronuncia unas palabras graves, engoladas, como si estuviéramos en el
homenaje a un maestro de escuela. En lugar del comentario agudo y jovial, de la
interjección polifacética y de la risa de Darío, un discurso y un regiamente.
Comienzan a jugar los grandes jugadores de bolos del
momento. Tiran desde cerca –quince metros con raya larga y diecisiete con raya
al medio-, y a los diecinueve metros de “birle” de la antigua catedral de los
bolos, los han quitado ocho. Los bolos –aquellos bolos morenos y panzudos de la
Robleda- son ahora pálidos y flacos. En cambio, las bolas, amparadas en los
tiros cortos, han engordado mucho. Los desmedrados y escuálidos bolos se
defienden mal contra ellas. Ya no se usa en el corro aquello de “buen
artillero”, cuando el bolo, después de tambalearse se quedaba en pie. Hay que
reconocer que los grandes jugadores actuales tiran más bolos que los del pasado
y que no es nada fácil tirar tantos, por muy flacos que sean los bolos y por
muy gordas que sean las bolas. Pero se tiran bolos con la misma regularidad y
monotonía con que se hacen en Norteamérica los automóviles.
Como tirando al emboque –la mejor jugada- se hacen menos
bolos, ya ningún jugador tira a emboque –con la sola excepción del veterano
Zurdo de Bielva, que tira siempre a él, y por eso solo gana las tardes
afortunadas.
En cinco horas de juego de los mejores jugadores de la
Montaña, hemos visto sacar esta tarde solamente dos emboques, uno de ellos
casual, ya entre dos luces. Como con esas bolas gordas se “birlan” desde el
tablón, cinco bolos, cuando se los “da” bien, o se atropellan tres, cuando se
los “da” mal, ya nadie tira a “arreglar” –a dejar las bolas dentro o cerca de
la caja-; ya nadie tira aquellas bolas altas, “pingonas” y “retornás”, que
venían desde los tiros largos rozando las hojas de las ramas más altas de los
robles de la Robleda y que nadie ha tirado mejor que Cholan –el hijo de Darío,
prematuramente desaparecido de la bolera y de la vida- Y como nadie sabe
“arreglar” ya nadie sabe tampoco “segar” una bola.
Hoy se juega a los bolos con la misma precisión y monotonía
con que se juega al “golf”. El “bogey” son cuatro bolos por bola; el “par” son
cinco; alguna vez un jugador hace en una jugada seis bolos por bola, que es “el contra par”. Hoy se juega a todo con la
misma exactitud y monotonía con que se vive. El riesgo que engendra las grandes
y brillantes jugadas se ha ido también de las boleras. Por eso, no creo que
Darío se hubiera divertido esta tarde en la Robleda, si hubiera podido
presenciar el concurso de bolos celebrado en su homenaje.
Quizá sea mejor que haya sido así. Con un juego arriesgado,
lleno de azar y de jugadas brillantes –con fortuna o sin ella- hubiéramos
echado aún más en falta el comentario agudo, la interjección oportuna, la risa
jovial de Darío en la bolera; aquella guasa suya de la que tanto disfruté en
mis años juveniles cuando era con frecuencia huésped en Puente San Miguel –de
una persona muy querida de mi familia, también desaparecida- que en su niñez
tuvo la rara fortuna de descubrir a su padre las pinturas rupestres en la cueva
de Altamira, quien sí, pudo descubrirlas
el mundo. Como una bola alta, “pingona” y “retorná” a través del Atlántico, ya
envío en este artículo mi nostalgia de aquellos días a los montañeses emigrados,
por si con ello puedo “arreglar” un poco la suya.
(De “El País), de La Habana.)"
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